No ficción

Esta es la historia de cómo una mujer tomó la decisión de salir de su país para poder abortar sin que la tacharan de criminal.

Clara está de visita en la casa de padres, donde también viven sus dos hermanas. Es cerca del centro de Escazú, al oeste de San José, la capital de Costa Rica. La casa podría sentirse más grande, y lo es, pero el caos cotidiano absorbe poco a poco más espacio.

En el centro de la sala, hay juguetes desperdigados y Danilo, de ocho años, juega con ellos. Mientras ve a su hijo, Clara está sentada en un sofá gris, manchado y desgastado. Viviana, su hermana y tía de Danilo, vigila a su sobrino aunque, en sus palabras, él es bastante tranquilo. Tal vez mucho.

Clara cruza sus piernas y brazos, se protege, un tipo de armadura. Hoy está poco expresiva, es inusual; por teléfono se escuchaba tranquila y alegre. Pero, desde que se sentó, su pie derecho entró en un patrón repetitivo de ansiedad. Tal vez es porque ahora, Clara va a contar su viaje a Cuba, que sucedió no hace mucho.

Ella siempre había querido ir a Cuba, sí. Pero, mientras descendía del avión en el aeropuerto José Martí, no se emocionó por conocerla. No pensaba en Varadero ni en Habana Vieja. No quería consumirse en la música tropical ni comer ropa vieja. Ella aterrizó en Cuba con una meta.

Hace un mes, tal vez menos, no se le había cruzado por la cabeza cumplir con su sueño de visitar la isla. Si, más bien, se había ido a la playa a descansar un par de días, con su novio, Fernando. Y sí, se le olvidaron las pastillas.

Pero era sólo de un día para otro. Lo suficiente para que ella tuviera que decidir: comprar los tiquetes, empacar las maletas, y hacer los trámites en la embajada de Cuba, ubicada en el caótico barrio de la Sabana, en San José. Todo para poder abortar sin que la tacharan de criminal.

Tan sólo tres horas después de haber aterrizado, Clara entraba a la clínica en donde le daban las instrucciones del procedimiento. Fernando la acompañaba. Pero Danilo no. Lo había dejado en Costa Rica. Él era una de las razones por las cuales abortaba. Las enfermeras le explicaron cómo sería el procedimiento pero Clara no puso atención.

Abortar por su hijo

Pensaba en Danilo.

¿Qué pasaba si ella moría en el procedimiento?

¿Quién lo cuidaría? Aunque sabía, muy en el fondo, que sus hermanas lo harían.

Pero, ¿qué pasaba si no abortaba? ¿Quién lo cuidaría?

Después de todo, sería igual que Danilo, un hijo que ella no quiso. No, no iba a ser su hijo o su hija. No iba a ser.

En el trajín de la recepción, Clara parecía aturdida. Las memorias de la playa volvieron. En el mar, en la arena, no tuvo miedo. Se relajó. Descansó. Pero el viaje de vuelta a su casa fue diferente. No pudo dejar de pensar. Estaba embarazada. Sí. ¿Estaba embarazada? No. Tomarse las pastillas que le faltaban sería suficiente. No, no podía estar embarazada otra vez. Las tres horas del viaje en bus fueron largas. Las pastillas serían suficiente. Cada vez que volvía esa noción de ser madre otra vez, el tiempo se burlaba de ella y se congelaba.

Sí, Fernando era otro. Literal y figurativamente. Era otra persona, era cariñoso o, al menos, no le pegaba. Pero no podía tener otro bebé.

Llegó tarde a su casa. Ya todas dormían. Se tomó las pastillas y, sigilosa, acostó en su cama. No cerró los ojos. Poco a poco, la oscuridad de la noche se manchó de gris, luego del azul de madrugada. Era lunes. El lunes pasó a ser martes y el martes a miércoles. Ella no habló y Viviana notó que algo estaba mal.

“Estaba muy tensa. Muy callada y ella no es así”, ahora es ella la que está sentada en el sillón. Clara está en el suelo, a la distancia, con su hijo.

Qué momento más frustrante, así lo describe Viviana. En ese entonces, ella era estudiante avanzada de medicina y tenía particular interés en los procesos de embarazo. “No fue sino hasta días después que decidió hablar con nosotros y supe que era demasiado tarde, si es que todavía había chance de abortar.”

Viviana tiene la piel clara y el pelo castaño y ondulado, aunque no se nota porque acostumbra tenerlo corto. Clara, por su parte, tiene la piel más oscura por las repetidas visitas a la playa. El pelo es negro y rebelde, como su personalidad. Así la describe su hermana.

La decisión más fácil y difícil

Pero Clara no actuó rebelde cuando se sentó al lado de Viviana, en ese sillón gris en pleno vientre de la casa. La vía más segura, en ese momento, para abortar, era el método Yuzpe. Era legal y podía conseguir las pastillas en cualquier farmacia. Las probabilidades eran muy bajas, pero no había que descartarlas.

Clara escuchó todas las instrucciones de su hermana. Ocho pastillas de Levonogestrel. Tomarse cuatro de inmediato. Doce horas después, cuatro más. Clara tenía todas las esperanzas de que funcionara.

“Yo tenía claro que no podía pasar por esto de nuevo”, Clara recuerda, con ojos inyectados de rojo y lágrimas que, aunque Fernando tampoco quería ser padre, en ese momento, importaba poco lo que él pensara. “Pero, no sé porqué, en este país, idealizan a la maternidad. Esa mierda de que todas las mujeres tenemos que tener hijos, sí o sí.”

Sí, o sí. Costa Rica decía que los hijos tenían que ser hijos, aunque vinieran del dolor, aunque vinieran sin haberlos pedido. Como Danilo. La voz se le cortó.

Danilo es hijo de Clara y de Alejandro. Estuvieron juntos doce años, de los cuales, a ella le es más fácil contar las veces en que no hubo violencia. Una docena de memorias fragmentadas; algunas ya ni existen en su memoria, borradas por los golpes, la violación o, tal vez, el incendio.

Ella ve al cielo. Recuerda. ¿Por dónde comenzar? El incendio, aunque lo narra de manera breve. Lo primero que dice es fue mi culpa. Dejó las velas encendidas, esa maldita costumbre. La ventana estaba abierta. Afuera, en el jardín, alguien recogía hojas. No sabe si fue la cortina, las hojas, o ambas. Pero, en sus palabras, se me quemó todo. Todo. Por el incendio, Alejandro y ella tuvieron que mudarse con el resto de la familia.

 “Pero eso no detuvo el abuso”, habla contundente.

Al tener a su mamá y sus hermanas cerca todo el día, tuvo que esconder los hematomas en los brazos con maquillaje. Nunca usaba camisas sin mangas. O blusas que le descubrieran el vientre y los golpes. Clara no quería que la gente supiera de la violencia y siempre le decía a su familia que Alejandro era de carácter fuerte, nada más.

Lo que ella no supo, durante años, es que todas las mujeres de la casa lo sabían. Era violencia imposible de esconder. Pero ellas, todas, también sabían que Clara no iba a querer ayuda.

Ese día, Clara estaba sola. Ni su madre ni sus hermanas estaban. Era un día normal, hasta que Alejandro entró. Ella inhaló para bajar la ansiedad que le generaba la inminencia de lo que iba a suceder. Ella lo veía venir. Al menos los golpes. Podía leer a Alejandro, en su manera de hablar, en los ojos, en las pupilas y en las diminutas venas que cubrían lo blanco. Estaba borracho y quería tener sexo. Ella no.

Clara no recuerda si la golpeó antes o después, o mientras, la violaba. Hacía poca diferencia si ya su cuerpo estaba cubierto de hematomas.

“Esa noche, cuando él me violó, no sé cómo hice para dormir”, dice.

Tal vez su cuerpo necesitaba fuerzas, porque iba a albergar nueva vida. Pero la mañana siguiente, Clara sí se despertó segura de algo: estaba embarazada, el bebé que naciera iba a ser hijo de Alejandro, hijo de la violencia, y ella no podía permitirlo. Se dijo la palabra a sí misma: iba a abortar. ¿Iba a abortar?

Cuando Alejandro se fue, Clara se metió al baño y, desesperada, puso en su mano la mayor cantidad de pastillas anticonceptivas que pudiera. ¿Cuántas? No recuerda. El paquete quedó vacío. Los brazos, las piernas, el vientre, la entrepierna se movían lento. El dolor los hacía pesados. Le sudaba el cuerpo y los puños sudados suavizaban las pastillas. Trataba de frenar la respiración.

No podía tomarlas. Pero no podía seguir con el embarazo.

El tiempo no se puede abortar

No podía decidirse y, en esa inseguridad, pasaron los días, las semanas, inclusive los meses, hasta que fue demasiado tarde para abortar. Sería su hijo. Sería el hijo de Alejandro. Danilo iba a ser. Iba a nacer.

Desde que ella decidió no abortar, Danilo comenzó a dar señales de cómo iba a ser el vínculo entre él y ella. El bebé se movía poco. La frecuencia cardiaca era atípica, irregular, indecisa. Todo indicaba a sufrimiento fetal agudo. Los nueve meses fueron de incertidumbre, de inseguridades y miedos, que poco a poco se transformaron, y todavía lo hacen, en asimilar la maternidad. Además, Danilo le recordó a ella de todo lo que fue y lo que pudo haber sido.

“A veces siento que me ata. Yo tenía sueños de viajar por todo el mundo. De ir y venir cuando yo quisiera y ahora no puedo. Pero no quiero que él lo sepa. Nunca le voy a decir eso. No es culpa de él ser hijo mío. Yo soy su mamá, y lo criaré lo mejor que pueda”, Clara se silencia. Inhala profundo. Tenía que abortar.

“Él siempre le ha tenido mucho temor a todo, al abandono. La muerte. De todo. Es muy inseguro y no lo juzgo”, Danilo es un retrato de algo que ella no quería repetir. Se silencia. Inhala fuerte.

Cambia de tema.

Señala hacia la puerta del baño.

Ese baño, donde Clara no se atrevió a tomar las pastillas aquella vez. Donde iba, cada vez que se despertaba, a verse en el espejo, mientras su vientre crecía día a día. Donde se encerró cuando Viviana la presionó a hacerse la prueba para ver si había servido el método Yuzpe.

Luego de mucha persuasión por parte de su hermana, Clara aceptó que era el momento. Cerró la puerta, se sentó en el inodoro y ahí se quedó. Pasaron los minutos. La prueba estaba lista. Pasaron los minutos. Ahí se quedó. La puerta se quejó al abrirse y Viviana la vio a los ojos.

“Ahí supe que la prueba no había servido”, comenta Viviana.

Ahora ambas hermanas están sentadas en el sillón. Es una réplica del estupor que sintieron en ese momento. Las dos hermanas calladas, nerviosas, y ansiosas. Danilo las ve. No entiende qué es lo que pasa. Viviana reacciona rápido y se pone a jugar con él. Clara, mientras tanto, recuerda la conversación que tuvieron. Bueno, una única oración.

“No puedo tener este bebé. Tengo que abortar”, le dijo a Viviana.

De nuevo, había esperado mucho tiempo. Otra vez: un disco rayado en donde el pasado calcinado, de dolor, de golpes, y de incertidumbre, volvía a escucharse en las paredes.

Sí, el método Yuzpe no había servido. Pero esta vez, Clara estaba decidida a abortar. Sólo Danilo sería su hijo. La pregunta era, ¿cómo? En Costa Rica, no podía, aunque en el país se estima que, clandestinamente, 27 000 mujeres abortan al año, de acuerdo a la Asociación Demográfica Costarricense.

No podía porque su salud no estaba en riesgo, una de las pocas razones por las cuales se podría considerar abortar. Sin embargo, inclusive si ese fuera el caso, la decisión no era de Clara. Dependería del personal médico, como lo establece el artículo 121 del Código Penal.

El viaje que siempre quiso, pero no así

Su propio país no le ayudaría y el tiempo corría. La única salida parecía estar en el monitor de una computadora, donde se encontró con un destino muy particular: Cuba. Aprendió que, mientras los países latinoamericanos discuten la posibilidad de legalizar el aborto, Cuba lo legalizó en 1979. Es más, el Estado tenía control sobre la práctica desde 1961.

Cuba. El país al cual ella siempre había querido ir. El costo: $ 2000. Tendría el procedimiento, prueba de enfermedades de transmisión sexual, medicamentos, y chequeos para confirmar el éxito del aborto. Además, iría a Cuba.

Pero el tiempo corría. El tiempo, que siempre le tendió trampas. Le pidió ayuda a Viviana, quien redactó toda la historia clínica y la envió por correo electrónico a la clínica en la Habana. En cuestión de pocas horas, ya tenía la respuesta. Sí la aceptarían.

Compró los tiquetes en el instante con su tarjeta de crédito. Luego vería cómo los pagaba. Al día siguiente, Clara corrió a la Embajada de Cuba, para conseguir la visa, y tan solo cuatro días después de que el método Yuzpe no sirviera, estaba sentada en el vuelo 638 de Avianca con rumbo a El Salvador, y luego la Habana, Cuba.

Atrás había dejado a su hijo. Viviana estaba más que acostumbrada a cuidarlo cuando Clara se iba a la playa. Pero, esta vez, ella se iba a otro país a una intervención quirúrgica. Y, ¿si le pasaba algo? Danilo sería hijo sólo de Alejandro.

El viaje, las conexiones, los sellos en los pasaportes, todo pasó tan rápido, que la respuesta a esa pregunta nunca llegó. Además, ella tenía que aceptar que algo, por tan poco probable que fuera, podía pasar.

Cuando se bajó del avión, no tuvo reacción hacia lo que veía. No era Cuba, sino un trámite de migración antes de llegar a la clínica. Tal vez, luego la conocería.

Al llegar a la clínica, comenzó el procedimiento con dos dosis de misoprostol, un medicamento abortivo, y doce horas después, se desnudó y se colocó una bata de hospital. La intervención consistió en un legrado, raspar la pared uterina para desprender el óvulo fecundado, que transcurrió sin contratiempo. Así de fácil.

Clara sólo recuerda que no sintió mucho dolor, una sensación inusual para ella. Con la boca deshidratada y con el cuerpo cansado, las secuelas típicas de la anestesia, se despertaba del procedimiento y se convertía en uno de las 30 personas en abortar por mil habitantes que se dan en Cuba al año. El segundo país en el mundo, detrás sólo de Rusia.

Estuvo un día de observación, en donde los doctores emitieron un criterio de que se encontraba en excelente estado de salud.

Fue ahí cuando sí salió a conocer las calles de la Habana. Pero su visita a los lugares turísticos, a la Cuba que siempre quiso conocer, no era lo importante. No podía concentrarse: quería saber si había servido. Al cabo de tres días tenía la cita de confirmación, y eso le hacía más eco en la cabeza que la salsa cubana.

Entró al hospital, la acostaron en una camilla helada, le subieron la camisa, y le pusieron gel, que se sintió más frío. Estaba tan frío que le cortó la respiración por un instante. Miró al techo mientras el dispositivo exploraba su vientre. El ultrasonido presionaba en los mismos lugares en donde Alejandro la había golpeado años atrás. Cerró los ojos. Recordó a Danilo. Una lágrima se alargó por su mejilla.

En la pantalla, entre manchones negros y blancos, no se veía nada. Al menos nada que ella pudiese entender. Clara vio al doctor. Vio a la pantalla. Sintió como el dispositivo presionó un poco más fuerte. El silencio la atormentaba. Pero el doctor le asintió sólo una vez.

“Todo salió bien”, le dijo.

Así terminaba todo. Pocas veces ha llorado en toda su vida, pero cuando le dieron las noticias de que había sido exitoso, rompió en llanto. Así, ella escogió si era madre o no.

Y ahí está Clara, sentada en el sillón, con Danilo. El hijo que es de ella. Él juega en el suelo, con su tía, Viviana. Clara lo ve desde el sillón. Ante la pregunta, ¿se arrepiente? La ansiedad se va. Desaparece el patrón repetitivo del pie. Clara sonríe, gesto inusual en la conversación. Es una sonrisa leve. Sus ojos están cubiertos de una filmina de lágrima, de alivio, y de certeza.

“No.”

 

Menú