Ficción

Te servís una taza de vino. Sí, una taza. Ya pasaste de la copa. Pero nadie sabe, ni tiene porqué saberlo. Te sentás en el sillón que te regaló tu papá, que antes era color vino y ahora vos decís que es gris: lleno de ácaros, polvo y esa mancha que esperás sea el café que siempre se tomaba al almorzar.

Ahí se sentaba, todos los días, y religiosamente, encendía la tele a las doce para ver las noticias. A vos te enojaba la imagen, ahí sentado con la panza tratando de escaparse de la camisa, recostado sin esfuerzo alguno, paleando el arroz y los frijoles con cuchara, viendo siempre las mismas noticias, repetidas, una tras otra. Lo mismo pasaba todos los días, ¿para qué veía eso? Si nada cambiaba. Qué pérdida de tiempo. Tras de eso, no escuchaba bien, entonces subía el volumen al que la voz del periodista se freía con distorsión.

Pero no querías estar sin compañía. Tu cuarto te daba miedo. La soledad daba miedo, entonces te lo aguantabas, y lo veías, mientras él masticaba y vos masticabas y las noticias salían en ese ciclo vicioso de pesimismo, sangre y deportes. A veces exclamaba, “no jodás, este país se va a la mierda”. Y vos no le querías creer. Te enojaba que no tuviera fe en nada. Para él, nada sería mejor que el pasado.

Te ponés el almuerzo en las rodillas. No tenés suficiente plata para comprarte esa mesita que querés, para finalmente acomodar el plato y los cubiertos. No subís tanto el volumen, no es necesario. Tu casa es pequeña, además que el vecino se queja cuando hacés escándalo. La taza de vino está en el suelo. Tratás de recordarte cuándo fue la última vez que tomaste vino en una taza al mediodía, teniendo copas. Probablemente ayer, o antiayer.

Ya no hay tenedores limpios, entonces estás comés pasta con la cuchara más incómoda que te queda, esa para servir azúcar. Ves la pila de platos y cubiertos en el fregadero. Ya te hartaste de esa cadena infinita de lavar y secar. Todo, la sala/oficina/gimnasio/motel—porque te da vergüenza que entren a tu cuarto, te da vergüenza traer a alguien—está cubierto de polvo aunque barriste ayer.

Volvés a ver la pila de platos. ¿Cómo una persona puede ensuciar tanto? Hoy no vas a lavar los platos. Es más, hoy no vas a trabajar. Obstinación, y no hay problema. Tu jefe también está obstinado. Tu cliente, ni hablar. Por eso la taza de vino. No le echaste sal a la pasta. La bolsa de sal está muy lejos. Mañana le ponés sal; no habrá diferencia. Vas a terminar lavando los platos.

Escuchás el celular. Te vibra en la nalga, donde lo guardás para estar pendiente. Ya sabés quién es, pero igual leés la pantalla. Te avisa que ya van a comenzar las noticias con una carita feliz y las manos juntas, que parece que están rezando. Encendés la tele y ves al periodista, a las imágenes, a todo lo que pasa, todos los días. No jodás, este país se va a la mierda, decís. Para qué ver eso, si no es para hacerle compañía

 

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