No ficción

Insomnio, el mal de una sociedad que no duerme

Uno de cada tres adultos sufrirá de insomnio en algún momento de su vida. Este desorden del sueño ha aumentado en los últimos años, pero no es nuevo para la humanidad. 

En el manual medieval de salud Tacuinum Sanitatis, está la imagen de un hombre en su cama. Tiene un brazo por encima de la funda y el otro apoya su cabeza. Escondido, debajo de su cama, aparece el recipiente que usa para ir al baño. Las fundas son de un color rojo intenso y la cama es sólida; demuestran que él, sea quien sea, no es pobre. Pero mira hacia el vacío de su habitación oscura, en donde la luz se pierde en el fondo. El texto que acompaña a la imagen dice aspectos de la vida cotidiana. Insomnio.

Desde niño tuve una relación peculiar con dormir. Desde que tengo memoria, las pesadillas fueron algo común, aunque dependían mucho del estímulo durante el día, como películas, historias o libros. Si no eran pesadillas, entonces era el sonambulismo en todas sus variaciones, desde hablar, hasta levantarme y caminar. Conforme pasaron los años, gracias a una serie de factores, decidí traducir ese sonambulismo a dormir menos.

Entonces, así, una pintura del siglo catorce resumía a la perfección mi adolescencia y gran parte de mi adultez emergente. En el pico de mi insomnio, de los dieciséis a los diecinueve, dormía alrededor de treinta a cuarenta minutos por noche. El resto del tiempo lo pasaba escribiendo, leyendo y divagando. Para peores, al iniciar la universidad, la capacidad de no dormir se volvió una herramienta esencial. El tener que estudiar se volvió una excusa perfecta para no dormir, aunque lo que menos hacía era estudiar.

Una vez, adentrado en la carrera, tuvimos diez exámenes en cuatro días, incluido un domingo. El total de horas que dormí en ese intervalo no superó las tres horas. Lo más interesante es que, durante mucho tiempo, me sentía bien. Podían pasar ocho, nueve meses seguidos con limitadas horas de sueño, pero, luego, llegaba un valle. Mi cuerpo se apagaba, no tenía ganas de hacer nada, no me podía concentrar, tenía migrañas frecuentes y mi humor tenía altibajos impredecibles.

Pero, en ese entonces, no lo había etiquetado. Es más, ni siquiera entendía bien lo que me pasaba. Esos años, y los que siguieron, a menor grado, los etiquetaba como parte de mi rutina. No dormir, inclusive, llegó a ser parte de mi identidad, algo de lo cual podía jactarme, que pensé me haría único. Conforme pasaron los años, y me interesé en aprender más del sueño, me di cuenta que, por tan solitario que era el insomnio, estaba muy acompañado.

Nuestra historia con el sueño

La autora Kimberley Whitehead explica que, de acuerdo con el Diccionario de Oxford, el término en inglés insomniac, cuya traducción más cercana es insomne, apareció por primera vez en el artículo de Alexander Morrison, llamado Sleep and Sleeplessness (Dormir e insomnio, en español), publicado en The Lancet.

En este artículo, Morrison describe que el insomne que tenga una condición de vida con circunstancias más o menos sencillas, no puede recurrir a un estilo de vida disciplinado, simple y austero para recuperar el sueño. Es, en las palabras de Whitehead, la primera identificación del insomne como un arquetipo social y psicológico.

Pero nuestra relación con dormir va mucho más atrás. Shakespeare, a través de McBeth, definió al sueño como el baño reparador de la fatiga, y bálsamo del alma que padece. Platón, por su parte, consideraba que los ciudadanos debían dormir menos que los esclavos, porque el dormir es tiempo muerto, en donde no se pueden hacer negocios.

El historiador Roger Ekirch encontró varios textos que indican que, desde tiempos antiguos, el sueño se prefería en dos tractos, o más, en vez de uno seguido, como estamos acostumbrados ahorita. Ekirch encontró que, inclusive el filósofo John Locke escribió que todos los hombres duermen en intervalos.

¿Por qué? Las razones son varias. La influencia de la luz de luna era importante, además de la iluminación de las estrellas. Las personas aprovechaban este intervalo para hacer diferentes labores, entre las cuales estaba atender las fogatas, ir al baño, lidiar con pulgas, atender a los niños y otras cosas.

Pero todo esto cambió con la utilización de más luz artificial, que fue cambiando nuestro ciclo circadiano. Conforme nos dormíamos más tarde, gracias a que teníamos luz, el primer tracto de sueño se hacía más largo, el periodo de lucidez más corto, y el segundo tracto de sueño se comprimía, hasta que llegamos a dormir seguido.

Una vez que se consolidó ese único bloque de sueño, alrededor del siglo 19 y 20, fue que emergió el insomnio como un problema social. Ekirch reconoce que una epidemia repentina de insomnio en los inicios del siglo 20.

Pero, conforme seguimos alterando nuestro ciclo circadiano con más luz, más pantallas, y horarios más tardíos, otro elemento cambió. En un artículo para el periódico Ottawa Citizen, el doctor investigador Siobhan Banks, reconoció que no hay que dormir de determinada manera, lo que importa es tener buena calidad de sueño.

Es normal que la gente se despierte en la noche, Banks dijo en la entrevista. El problema son los factores modernos que afectan nuestro sueño.

El insomnio y la salud mental

Del primer uso de la palabra insomne a la fecha, hemos avanzado, y nos hemos retrasado, mucho en el tema del sueño. En Estados Unidos, los costos directos e indirectos del tratamiento del insomnio superan los $100 mil millones anualmente. Es tan frecuente que la pérdida de años de vida ajustados a la calidad por insomnio es mayor a aquellos por depresión, artritis e hipertensión.

Pero encontrar la causa del insomnio crónico no es fácil. Aunque se conoce sobre el insomnio desde hace décadas, las razones por las cuales se da no son tan claras. Puede ir desde lo cotidiano como el estrés, el horario del trabajo, disciplinas irregulares de sueño y comer mucho en la noche, hasta problemas de salud mental, el abuso de medicamentos y estimulantes, y problemas de sueño.

Todas estas posibles causas hacen que las cifras tengan más sentido. El Journal of Clinical Sleep Medicine reportó que 30% de población general adulta tiene insomnio crónico. Esta revista también reportó que 40% de las personas que tienen insomnio, sufren de algún desorden de salud mental, más comúnmente depresión. En el estudio Desordenes de sueño como síntomas núcleo de la depresión, (Nutt et al., 2008), los autores explican que se ve una asociación muy fuerte entre problemas de sueño y la depresión.

En un estudio en el Reino Unido, se encontró que 83% de pacientes con depresión presentaron al menos un síntoma de insomnio. Alrededor de un 66% de esta población recurrió a medicamentos para los problemas de sueño.

Los últimos meses no han sido gratos para las personas con desordenes de salud mental (PDMS). La revista BMC, en su sección de psiquiatría, publicó un estudio en el cual encontró que las PDMS tuvieron un incremento de síntomas de insomnio de 31,5%, en tiempos Pre-COVID, a 66% en la pandemia.

Yo no sabía de este vínculo cuando comencé a ir a un psicólogo. Irónicamente, comencé a tratar las dos cosas por aparte: la depresión y mi relación particular con el sueño. En una sesión, le contaba sobre las pesadillas y en otra, sobre mis altibajos mentales. Conforme fui avanzando en este proceso, el sueño entró en cierta regularidad.

Pero, de vez en cuando, vuelve el insomnio agudo. A veces, en esas noches, pienso en las cifras. Uno de cada tres adultos que se acuesta hoy en la noche no va a poder dormir bien. Lo más probable, recurrirá a una pantalla para pasar el tiempo. Mientras su pulgar se mueve de abajo para arriba, desplazando imagen tras imagen, su organismo percibe una intensa luz blanca con matices azules, que nos acompaña las veinticuatro horas.

El insomnio y las luces

Cuando era adolescente y no podía dormir, encendía la computadora y escribía. Mi cuerpo se revitalizaba y podía seguir escribiendo por horas de horas. Poco sabía que, en realidad, estaba destrozando mi ciclo circadiano; mi cuerpo ya no sabía cuándo era de día y cuándo era de noche.

Conforme pasaron los años, comencé a llevar terapia y a estudiar más sobre el sueño. Aprendí sobre el ciclo circadiano, el impacto de las luces y cuáles son los tonos que nos ayudan. Aún así, sabiendo todo esto, no falta la noche en la cual, sin poder dormir, enciendo el celular y enciendo YouTube.

Sé que la mejor solución es otra. Es meditación, o leer, o escribir en un cuaderno, durante un tiempo suficiente para recuperar el sueño. Pero, desafortunadamente, es más fácil la pantalla. Cosa que no es buena, al fin y al cabo, dado que lo que más tenemos son esas pantallas que emiten una luz blanca con matices azules.

La luz azul, de acuerdo con el Centro de Control de Enfermedades (CDC, en inglés), es la que más impacto tiene en nuestro ciclo circadiano. La luz blanca, que está en pantallas, televisores, celulares y tabletas, más bien nos generan alerta y nos despiertan. Por otra parte, las luces rojas no impactan el ciclo circadiano, por lo que es mejor usarlas en la noche, al igual que las luces amarillas y naranjas, que tienen un menor impacto.

Pero es difícil, a altas horas de la noche, sistematizar el deseo de dormir. Es difícil evitar la frustración que genera no poder cerrar los ojos y descansar; además, nuestra mente tiene la maldita capacidad de recordarnos que, como decía Shakespeare, dormir es la dulce muerte del vivir diario y que, cuando no dormimos, el vivir no muere. Ahí sigue.

Una representación del insomnio del Siglo XIV

¿En qué pensará ese señor?

 

Por eso, trato cada vez más de alejarme de las pantallas. Aunque no sé qué nos ampara. No sé si, en un futuro, volveremos a dormir en tractos porque la galaxia de rótulos y sonidos no nos va a dejar dormir más.

Me ha tomado años aprender sobre el sueño y sobre cómo superarlo. Ahora, duermo entre siete y ocho horas, la mayoría de las noches. No me despierto con alarma, sino que cuando mi cuerpo lo pide, y cuando veo hacia atrás, y me acuerdo de esas noches en donde, con media hora, ya estaba listo, me doy cuenta de que son borrosas. Muchas de ellas están unidas en una sola.

Me veo en esa imagen, con las ojeras permanentes en mi cara, viendo al monitor. Escribiendo. Y vuelvo a la pintura, a los aspectos de la vida cotidiana, al insomnio, y me pregunto qué mantenía a ese hombre, el de la pintura, despierto.

 

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