A veces hay que ceder el control y ver desde lo lejos
No ficción

Pensé que tenía el control. Por eso, cuando me dieron el resultado, me asusté. Pero, más que todo, me enojé. Mucho. Si yo tanto me cuidaba, ¿cómo llegué a enfermarme? Para peores, todos me preguntaban lo mismo, que me llenaba de ansiedad. ¿Cómo te pegaste si vos no salías? Mi respuesta siempre era la misma: “ni idea”.

Las tres semanas que siguieron fueron intensas. Y tuve la oportunidad de verlas con enojo. Echarle la culpa a lo externo era fácil.

Antes de seguir, tengo que dejar algo muy claro. Mi experiencia con COVID-19 fue sumamente leve. La ansiedad y el susto fueron más que los síntomas y la gravedad de mi pasada por el virus.

Claro, en ese momento, yo no lo sabía. Lo único en lo que podía pensar era, ¿cómo me enfermé? Y, aunque el sentimiento de enojo vino, tenía que irse rápido. Tenía que aceptar que no controlamos todo. Es más, de todo lo que sucede, controlamos una cantidad absurdamente pequeña.

Lo normal era enojarme porque, luego de un año y tantos meses de cuidado casi obsesivo, me enfermé. Todo lo que podía controlar, lo hice. Aún, así, no fue suficiente.

Pero, tener esa mentalidad implica pensar que el resto de las cosas negativas que sucedieron, también pudieron estar dentro de mi control. Y no es así.

El día después de recibir el correo con el resultado positivo, un amigo falleció por COVID-19, luego de veintiséis días de lucha. Todavía tengo en el celular los últimos chats, de hace poco tiempo, en donde hablábamos de proyectos literarios y tomarnos cervezas en Buenos Aires.

Pero la noticia no sólo me dolió. Sino que me generó una ansiedad enorme. Él había muerto por lo mismo que yo tenía. Me mantuve en vilo. Cada día pasaba, y todo se mantuvo en balance, todo parecía leve, aunque la incertidumbre amplificaba el miedo. Quedaba la duda. ¿Estaría yo en 26 días en el mismo destino?

Hice una hoja de ruta. Conversé con mi esposa y definimos los pasos a seguir, en caso de. Con quién hablar, quién cuidaría a la perra, de dónde vendrían los fondos, y listo. Ahí me di cuenta de que, aparte de un par de llamadas, no tenía nada más que hacer. Solo podía estar tranquilo y esperar.

Al pasar de los días, todos los indicadores me hablaban. La saturación no bajó de 97%. La fatiga desapareció a los días, y la anosmia se convirtió en una anécdota. El momento más intimidante fue en el pico, que mi mente se nubló. Mucha confusión y falta de coherencia. Pero, hasta eso se fue. Todo parecía señalar a que, en 26 días, no tendría el mismo destino.

Lo malo es que el mundo siguió girando. Mis síntomas bajaban, un caso entre miles, mientras que, en el país, todo crecía. ¿Cómo se hubiera sentido terminar ahí? En ese campo de batalla. Ahí sí no tendría nada de control. Pero, me surgió otra pregunta, peor. ¿Dónde terminaría, si no había campo?

Como una ironía enorme, justo había comenzado a leer sobre el Estoicismo en esas fechas. Retomé la lectura; me hacía eco en la cabeza esa insistencia en aceptar nuestra falta de control sobre el accionar de otros. Pero, ¿cómo hacerlo?

¿Cómo dejar ir que las acciones de otros nos llevó aquí?  Y, si me concentraba en mis acciones, frustraba el tener que aceptar que lo que uno hace parece poco. Las acciones no son más que una pincelada en un lienzo enorme. Eso sí, algunos dejan un trazo delgado, y otros una mancha enorme, roja, indeleble.

Frustraba, y lo sigue haciendo, saber que A puede ser genial y B puede ser muy poco. Al final, cada uno pone en su balanza y mide qué está bien y qué no. Qué es necesario, qué es negligencia y qué no. Y no puedo enojarme con eso.

Tanta gente allá fuera que no puede aislarse, y ellos hacen sus pequeñas acciones. Toman el poco control que tienen. Y tantos otros que no les importa. Cada uno va marcando el lienzo de lo que vivimos.

He tenido momentos cuando quiero gritarle al mundo que las cosas se tienen que hacer de tal manera. A su vez, una manera imperfecta, por lo que me sucedió.

Le avisé a los contactos cercanos de los últimos quince días. Me alegró que fueron solo cuatro y todos tuvieron la prueba negativa.

Queda entonces mostrar la fragilidad de las acciones de uno. Lo fácil que puede darse esto. Nada más, y estar en paz. Ceder el control.

Ese diagnóstico me enojó. Me asusté. Y, al día siguiente, mi amigo murió.

Me cayó como una bomba. Yo tenía lo que lo había matado a él. La ansiedad me descarapelaba la piel. Cada variación en los síntomas era motivo de alerta. Entre la confusión y las noticias, el mundo se volvía intenso. Hasta que no quedó más que aceptar las limitaciones. No podía enfermar más a mi mente. 

Mi amigo murió el día de su cumpleaños. Completó el ciclo de vida de una manera perfecta. Al punto que varios de sus amigos periodistas escribieron que era la única manera en la cual podía irse, con un giro de ironía.

Puede ser. Pero, yo me pregunto, ¿no será que escogió estar en paz? Y, si es así, lo entiendo totalmente.

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