Esa tranquilidad cuando contestó el teléfono me aturdió. Aunque fuera las tres de la mañana, no había ni una pizca de alarma ni de estrés en la voz de la mamá de Daniela. Tal vez, estuvo esperando la llamada todo este tiempo. “Sí, ¿buenas?” Ella habló con un tono ecuánime, de alguien que no se acababa de despertar a contestar la llamada, y eso me asustó. ¿Sabía ya que yo la iba a llamar? Pregunté, para confirmar. “Sí.” Revisé la pantalla del teléfono una vez más. Este era el número correcto. Tenía que serlo, la misma Daniela lo había digitado. Tal vez era una broma.
— Sí, Dani. Daniela. Sí, es mi hija. ¿Qué pasó?
El silencio entre ambos se sostuvo por unos segundos. Yo esperé, con ansias, ese clic. Quise que ese respirar lento de ella, somnoliento, se cortara y en su lugar, entraría un pitido intermitente, casi clínico en su ritmo, y la llamada terminaría. Pero, nunca llegó; ni ella ni yo colgamos. Teníamos un factor en común: Daniela. Cinco horas pasaron desde que yo había conocido a su hija. Cinco horas, nada más, y ahora estábamos hablando, a las tres de la mañana.
No me lo preguntó. Ahora, entiendo que no tenía porqué, pero, en ese momento quise justificarme. Le conté que la fiesta fue en algún lado de Belén que yo no conocía. Por eso, me sentí desubicado. Soy pésimo con las direcciones y todo cambia entre el día y la noche. La oscuridad embellece a los pueblos; esconde lo feo, lo sucio. Pero, también, esconde los semáforos y las señales de alto. Eso sí, recordé una venta de pollo frito en la esquina. Quise demostrarle que estaba en todos mis sentidos — ahí el GPS me dijo que doblara a la izquierda. En doscientos metros, llegaré.
La casa era esquinera. Tenía un portón de metal negro, corroído, y paredes de un color papaya. Me recordaba de todos esos detalles. Era una casa fea, le dije. Bien fea, pero no lo suficiente para ahuyentarme de una fiesta. Me bajé con las cervezas y noté, por los pocos carros que había afuera que había llegado temprano. Peor aún, era una fiesta en la que conocía solo a una persona: mi primo.
Ahí estaba, sentado en la esquina, tomando con sus amigos. Saludé y abrí mi primera cerveza. Esta era la labor de los cinco que estábamos en la esquina. Tomar y hablar, sólo cuando fuera necesario. Tal vez, tampoco conocían a nadie, y esta fiesta era una reunión de puros desconocidos que no tenían planes un sábado por la noche. Por ende, la única manera de socializar fue a través del vicio.
Tomamos y ellos fumaron. El aire se tornó denso, asqueroso, de cigarro. El humo se pegaba en los pulmones, en la ropa, en el pelo, pero no había nada qué hacer. Luego, salió la marihuana. El puro hacía rondas entre todos, pero yo lo rechazaba. No tanto por drogarme o no, sino por el asco que tenía del barbudo lleno de espinillas a dos campos a mi izquierda, que no decía una palabra. Además, el círculo se hizo cada vez más grande, hasta que dejó de ser círculo, y no quise compartir tanto con tanta gente.
Luego, el grupo grande se había atomizado en pequeñas células con factores en común–gustos, amigos, vicios. Yo floté en el medio, sin algo que me indicara dónde ir. Lo único que supe era que se me agotaron las cervezas y que, eventualmente, tendría que ir al chino de la esquina.
Entre las mareas de gente que llegaban, entró Daniela, por ahí de las nueve. Tenía el pelo corto, teñido de un cian intenso, pero eso no fue lo que más me llamó la atención. No. Ella, Daniela, no coincidía con este espacio. Cuando entró, fue por el impulso de su amiga, quien supe después se llamaba Jennifer.
— Ah, sí, Jennifer — dijo.
Entre su hija y la amiga, hubo una dinámica de simbiosis, que alternaba entre mutualismo y parasitismo y entendí el tono cortante de la mamá de Daniela.
Su hija entró detrás de Jennifer, quien saludaba al resto, pero Daniela no dejaba que nadie que se metiera entre ambas. Su sonrisa iba y venía, mientras sus ojos revisaron el apartamento. Quise pensar que hizo un análisis rápido de quienes estábamos ahí dentro y concluyó que, al igual que nosotros, era una extraña en un mar de extraños conocidos.
Se sentó en la cocina, lejos de dónde yo estaba, en un banquillo cerca del desayunador, lleno de botellas y colas de cigarro. No fue necesario contarle tantos detalles a su mamá. Tampoco le conté que yo ya pertenecía a los marihuanos de la esquina, inclusive cuando mi primo ya se había ido. Si la mamá de Daniela me hubiera preguntado, sería capaz de contarle algo, algún detalle de la vida de los cinco que estaban en la esquina. O, también, que todavía no me sabía el nombre del gordo barbudo con espinillas.
Pensé que en alguna excusa para hablarle, pero no pude romper la fuerza de ese círculo, no todavía.
Daniela le sonrió a quienes la saludaban e ignoró a quienes se la ligaban. Sus pómulos crecían, casi de manera exagerada, cuando sonreía, pero sus ojos no lo hacían. Faltó esa pequeña arruga, esos pliegues en los bordes, que denotaran auténtica felicidad. Mientras tanto, su amiga saludaba a todos, con una fluidez social que no dependía de ningún vicio, y que ambos Daniela y yo envidiábamos.
Fue ahí cuando mi primo se acercó a Jennifer y la saludó. Conversaron como si se conocieran de años, aunque luego supe que fue en otra fiesta similar que se habían visto, hace dos semanas. No me importó. Dejé a mis amigos del círculo de marihuanos y me acerqué con la última cerveza que tenía.
Cuando me preguntó, no supe la respuesta. Más que eso, me pareció una excelente pregunta. No me acuerdo qué fue lo primero que le dije a su hija, pero Daniela no me rechazó. Fue lo suficiente para que no me rechazara. Eso sí, no puedo decir que nuestra conversación fue fluida. En momentos, solo observábamos como nuestros dos conocidos ya se abrazaban y reían. Mientras tanto, Daniela y yo rebuscamos de qué hablar y ella, de cuando en cuando, miraba de reojo a Jennifer. Cuando le pregunté si pasaba algo, levantó las cejas.
— Sí y no. Siempre me dice que no quiere emborracharse y cogerse a cualquier mae, pero siempre lo termina haciendo. Parece que tu primo es el afortunado de ahora.
— Si querés, puedo decirle que no lo haga. Digo, a él.
— No, no. Que ella haga lo que quiera. Es adulta. Pero, sí me putea que siempre hace lo mismo. Mañana soy yo la que voy a escuchar los lamentos — . Después, en el viaje de vuelta, entendí que no era sólo la amistad y el bienestar de Jennifer lo que estaba en juego. Sino, el de Daniela también. En ese momento, lo que entendía es que ella no la estaba pasando bien y que yo no tenía armamentos para hacerla sentirse mejor.
Me salvaron esas trompetas típicas, seguidas por el grito que señalaba la entrada de los mariachis. Le conté a la mamá de Daniela, que ya para ese entonces supe que se llamaba doña Mercedes, que yo odiaba a los mariachis. Ella, luego de tratar de entender porqué yo le estaba contando eso, me dijo que creía, creía, que a Daniela tampoco le gustaban. Sí, no le gustaban.
No sé si, al tiempo, cuando ella terminó la llamada, doña Mercedes entendió porqué le conté eso de los mariachis, y el escándalo, y el ánimo de su hija. Yo quería que ella supiera todo lo que había pasado. ¿Era armar mi defensa? No sé. Pero, le conté todos los detalles.
Detalles como que todos formaron un círculo para ver a los mariachis cantar y dedicarle el amor a todas las mujeres de la fiesta. Ellas tomaron la primera fila y cantaron con fuerza todas las rancheras. Todas, excepto Daniela. Se quedó más atrás, y yo me acerqué.
— No puedo dedicarte una canción, porque no me conozco ninguna — le dije y soltó una risa.
— Tranquilo, todavía no hemos llegado a la etapa de dedicarnos rancheras. Esas dedicatorias nunca son buenas — mantuvo su sonrisa por poco tiempo. Vio de reojo. Mi primo y Jennifer cantaban a todo pulmón, abrazados, alcoholizados. Se resignó. Nos dedicamos, en ese momento, al desamor. En ese momento, un amor de amigas se fraqueaba una pizca más. Yo no pude hacer nada más, excepto que estar ahí. No tenía el coraje de acercarme a mi primo y decirle que ya era suficiente. ¿Debía hacerlo? Tal vez. Pero, no le conté a doña Mercedes. Me hubiera gusta, para ver qué pensaba ella.
El encanto de los mariachis duró poco. Sin cerveza y sin interés, me aburrí casi de inmediato. Le dije a Daniela que iba al chino de la esquina por algo de tomar y ella respondió de inmediato que me acompañaba.
Cuando nos alejamos del grupo, nadie se dio cuenta. De camino a la salida, desde la esquina, el gordo, barbudo, cubierto de espinillas, seguía fumando su porro. Me vio, asintió una vez, y sus ojos rojizos y cristalizados miraron a otro lado.
Daniela y yo salimos del humo denso de esa fiesta, y encendió un cigarro. No tenía sentido que fumara afuera y no adentro. Quise comentarlo pero su humor había cambiado. Entonces, le pedí uno para aliarme a ella y, a la vez, alimentarme la idea de que fumarme un cigarro haría que estuviésemos más cerca. Nada de esto se lo conté a doña Mercedes, pero ella me preguntó.
— Fumó — Me dijo — . Daniela fumó, ¿cierto? Siempre hacía eso. Fumaba afuera para que no se le pegara el olor. ¡Como si yo no me diera cuenta!
No supe qué decirle además de que sí, había fumado.
— Qué huevona que es.
— No va a fumar más — le dije y no sé porqué le dije tal estupidez. Quise defender a Daniela, pero su madre no me creyó. Ella exhaló, enojada. Se quedó callada, pero no me colgó. Fue con ese silencio, siguió su interrogatorio. Entonces proseguí con mi historia, tratando de entablar una defensa sólida para salir con las manos limpias. Rompí todas las reglas con esta llamada pero, a las tres de la mañana, y desesperado por irme a dormir en paz, no quise detenerme. Sabía que, el día siguiente, todo iba a cambiar, y nada de esta llamada iba a importar.
Nuestra caminata al chino mantuvo a Daniela nerviosa. Eran barrios que no invitaban, que más bien ahuyentaban a cualquier foráneo de estar en esas calles mal iluminadas, llenas de personas que eran paisaje hasta que se movían y pedían dinero y asustaban. Compramos cuatro cervezas.
— Usted tomó y manejó.
Esa pregunta me descarriló. Es más, me corrijo, aquí y ahora, que no era una pregunta.
— Sí, tomé.
— ¿Se emborrachó?
— No, no. Fueron dos cervezas nada más. Ella se tomó las otras dos.
— Daniela, ¿cerveza? A ella no le gustaba la cerveza.
— Bueno, pues, esa sí le gustó — contesté con un tono de autoridad del cual me arrepentí al instante — . Es una de cereza, que es alemana. Es que, yo no tomo mucha cerveza.
— Ah, muchacho, eso no es cerveza — exhaló con humor. Volvió a quedarse callada. Ahora sí, quise colgar, terminar la conversación. Tras de que me interrogaba, se burlaba. Pero, estaba en su derecho, creo — . Y, ¿hace cuánto maneja usted?
— Yo tengo licencia hace cuatro años y manejo hace tres.
— Ah, y ¿cómo se llama usted?
Nunca me costó tanto decir mi nombre. Se lo dije completo, con dos apellidos, y después me flagelé. Qué imbécil. Ya tenía todo. Una crónica, un testimonio paso a paso, de esa noche, y ahora tenía mi nombre completo. Con cada pizca de información, doña Mercedes sonaba cada vez más alerta. Yo contaba los segundos para que dijera, “ah, usted es el hijo de tal y cual, ¿no?” Pero se quedó callada. De nuevo, me daba el escenario.
Quise decirle no me terminé la segunda cerveza, pero ya era muy tarde para reinvindicarme. No me la terminé porque le puse atención a Daniela, y su historia de cómo llegó a la fiesta.
— Yo hoy no iba a salir. Quería quedarme en la casa viendo una película, pero me llamó Jennifer y que saliéramos, que no sé qué, que quería olvidarse del novio. Eso es mentira. Yo la conozco. ¿Usted sabe lo que quiere hacer? — Le dije que sí con la cabeza — . Lo que ella quiere es contarle que conoció a un mae y que cogieron y ponerlo celoso. Así comienzan todas las salidas con ella. Y, cuando ella me dice: “Dani, vamos a una fiesta de un amigo”, yo sé cuál es la bronca. Yo sé qué es lo que va a pasar. Entonces, ahí va Daniela. Se quita las fachas que anda, se baña, se viste y viene la fiesta, para cuidarla. ¿Me entiende? Pero, me tiene harta. Yo no siempre quiero estar ahí, como niñera.
Doña Mercedes susurró algo, no lo entendí, pero el tono fue suficiente. Cambié el tema, pero no había mucho positivo qué contar. Luego de hablar, ni Daniela ni yo nos percatamos de que había pasado tanto tiempo y cuando entramos, era otro mundo. La música más alta, el aire más difícil de respirar y los cuerpos más pegados. Sí, los marihuanos seguían en la esquina, pero hasta ellos movían la cabeza al ritmo del bajo de la música electrónica que retumbaba en las paredes. Apenas entramos, Daniela entró en alerta.
— Siempre hizo eso — dijo doña Mercedes con un tinte de orgullo — . Cuidar al resto.
Así fue. El problema es que todo lo que sigue, para mí, un poco borroso. En el tumulto, Jennifer bailaba con mi primo. El maquillaje corrido. Sudor. Escándalo. Manos por doquier. Daniela la ubicó y su cara cambió. Aunque era más baja que el resto, se codeó hasta llegar donde Jennifer y tiró de la mano de ella.
Su amiga quedó absorta. Se enojó, se alegró de verla. Se enojó y luego la abrazó. Algo hablaron, pero yo estaba muy lejos. De repente, se fueron al baño. Mi primo me vio y yo encogí los hombros. No sé si, en ese momento, él se enojó conmigo. Creo que no. Creo que estaba muy ebrio para darse cuenta. El estruendo era demasiado, no podía respirar, y el olor a humano, a sudor me dio asco. Ahí sí, me sentí ebrio. Salí de la casa.
Tenía las llaves de mi carro en la mano. Podía hacer la de los trucos de magia. Una bomba de humo, y listo. Además, la bomba de humo ya estaba ahí, dentro de la casa. Nadia se daría cuenta. A nadie le iba a importar que yo me fui. Mi primo estaba muy ebrio y Daniela y Jennifer ya se habían encontrado. Tal vez, el gordo barbudo y los de las esquina. Pero, no. Ni ellos..
Estaba cansado, y eso también le conté a doña Mercedes eso. Que sí, que estaba cansado, y que sí, manejar cansado era peligroso. Que sí, manejé cuando ya había tomado tres cervezas y media. Pero, ¿qué iba a hacer?
Miré a mi carro y caminé hacia él.
Daniela me llamó. Salió de la casa con Jennifer en sus brazos. Tambaleaban. Más bien, Jennifer hacía tambalear a su amiga. Esas piernas largas, casi arácnidas, trataban de enderezarse y no podían. Daniela pandeaba bajo el peso, y cada paso que daba era lento, mesurado.
— ¿Ves? — Daniela le decía a Jennifer — . Este es José y nos va a ir a dejar, ¿verdad, José?
No tuve tiempo de reaccionar y dije que sí. Todavía, hoy, no me explico cómo supo ella que yo andaba en carro. Me hubiera gustado que ella no supiera. Tal vez, no estaría hablando con su madre ya a las 3:30 am. Pero, en ese momento, nada detenía a Daniela. Nada. Con un gesto de la cabeza, me pidió que le señalara cuál era mi carro. Nos acercamos, y, entre meter y tirar, logró acomodar a su amiga en el asiento de atrás. Luego, me dio la dirección de la casa de la susodicha alcoholizada.
Mientras Jennifer algo balbuceaba de que era muy temprano, Daniela la ignoraba, y sentí el apuro, la insistencia, mientras yo digitaba la dirección en el GPS. Sé que la estresó verme digitar la dirección y no arrancar de una, pero no quería perderme. Es más, podía reclamarle que yo tenía miedo de que su amiga me vomitara el carro.
— Jennifer, ¿llegó bien? — me preguntó doña Mercedes y le contesté con todo positivismo.
— Sí, llegó bien. Por supuesto que llegó bien — Claro, no le conté que gritaba y reclamaba en el asiento de atrás. Era muy temprano para irse de la fiesta. Daniela se volvió a tratar de calmarla. Por un segundo, juré escucharla decir, “Jennifer, no se vomite”, y volví a ver. Sí, ese era mi miedo, que me vomitara el carro y sí, tuve que confesarle a doña Mercedes que quité la mirada de la calle.
En ese momento que vi hacia atrás, pasamos por un semáforo en rojo. No me di cuenta y sé que ni Daniela ni Jennifer tampoco. El carro que iba detrás mío, solitario a esas horas, sí se dio cuenta y frenó. Yo seguí, como si nada hubiera pasado, pero eso no se lo conté a doña Mercedes.
Tampoco le conté que, cuando Daniela gritó “¡es ahí!”, yo di una vuelta en U sin fijarme en cualquier carro que viniera en la otra vía. Llegamos a una torre de apartamentos y Daniela bajó a su amiga con paciencia. Jennifer algo murmuraba, y Daniela le decía que sí, que sí. No quise ayudarla, porque ya estaba cansado, ya estaba harto. Sólo quería devolverme a la casa. Por eso, cuando Daniela volvió, manejé más rápido. Ella estaba aturdida, ya fuera por cómo terminó la velada, o por cómo manejaba yo, no sé. No hablamos mucho, sólo cuando ella tenía que dirigirme a su casa, doblá en esta, y en la otra.
Algo me comentó, que la noche era típica de una salida con su amiga, pero no me recuerdo de todo. Por más que intento, era tal el cansacio que el viaje de vuelta prácticamente no existe en mi memoria. Sí, por el cansancio y no por las cervezas, aunque eso no tendría importancia ante un juez. Por eso, me sentí extraño al llamarla. Me sentí un poco criminal, irrumpiendo la paz de la noche de esa casa, para contarle todo esto. Pero, es que, Daniela me lo pidió.
Apenas llegamos a su casa, me abrazó.
— Muchas gracias por traerme, y un gusto conocerte — me dijo — . Por favor, me avisa apenas llega. Mi celular está descargado pero no importa, llame a la casa. Este es el número.
Tomó mi celular y digitó el número.
Se bajó, caminó hacia su casa y, a la distancia, se despidió otra vez.
Yo quería bajarme, y hacer algo. Tal vez, otro abrazo. No sé. No podía terminar así la noche. Que usara el “mucho gusto” como si todo lo que habíamos compartido fue más una experiencia protocolaria. Pero, todo esto no se lo podía decir a su madre. No lo hice, sino que arranqué mi automóvil, y aceleré con todo lo que pude. Sí, me salté varias señales de alto y semáforos en rojos.
Apenas faltaban dos kilómetros para mi casa, había una intersección ciega. Si uno maneja con mucha velocidad, puede encontrarse con otro vehículo que no tiene idea de que viene uno. Se me había olvidado ese detalle, cuando aceleré. Vi el rojo convertirse a amarillo, eso fue lo último. Los neumáticos chillaron, y luego vi las luces de otro. Ese sí logró frenar. Yo seguí recto. Cuando llegué a la casa, lo primero que hice fue tomar el celular. Marqué, sin pensar, el número de la casa. No tenía miedo de que fuera a esa hora. Lo único que quería es que me contestara Daniela.