Lo que nadie te dice de rehabilitación y se aprende a golpes.
En un momento en el cual estaba prácticamente sordo, yo escuchaba voces. Sabía que era imposible, pero las escuchaba. Eran alucinaciones y, por tanto que me dijeran que ahorita se quitaban, pensé que nunca se iban a ir. No fue sino hasta que entré a rehabilitación que entendí porqué se dieron.
Me asustaba pensar que, mientras el resto del mundo no tenía alucinaciones, existía la posibilidad de que me quedara así, escuchando voces y que esto era solo una parte de todo: todavía no podía caminar. Ni siquiera podía estar de pie.
Eso sí, estaba seguro de que, para recuperar algo de la normalidad, para acercarme a quien era yo en el pasado, iba a necesitar rehabilitación. Pero me asustaba mucho empezar, porque no iba a ser fácil.
Rehabilitar es más que volver a caminar, eliminar una sustancia del cuerpo o controlar sus propios pensamientos. Es mucho más que eso.
Es saltar al vacío y aceptar que no se tiene control de todo; de muy poco, en realidad. Hay que llevarse a uno mismo a los límites que uno no conocía, porque en esos límites está el cambio. El primer paso está en el dolor de esos músculos atrofiados. Hay que tambalearse para buscar la estabilidad. Debajo de la piel quemada, hay piel nueva.
La rehabilitación no es que uno siente dolor. No, uno ya está consumido en dolor. Rehabilitar es decir: estoy dispuesto a sentir aún más dolor para salir adelante, a sentir dolor para mover ese músculo y a caerme con tal de sostenerme de pie.
Por supuesto que intimida. Pero eso no es lo que más asusta.
Lo que más asusta es que nadie, absolutamente nadie, te va a decir: hey, mientras vos estás acostado, mientras estás encerrado con tus pensamientos, o estás tratando de sacar una sustancia de tu cuerpo, el mundo va a seguir.
Todo sigue.
Y eso asusta mucho. Muchísimo.
Pero de todo se sale. Y, aunque no parezca, de la rehabilitación también.
La rehabilitación es un viaje. Que comienza en cero.
Probablemente el paso más difícil, de la rehabilitación, es aceptar que uno la necesita. Uno tiene que verse al espejo y decirse: sí, estoy roto. Hay que barrer todas las piezas del suelo y juntarlas para comenzar a armarlas. Sin la mínima idea de dónde va a salir el pegamento. Pero hay que unirlas.
Lo que pasa es que uno no se dice a sí mismo la verdad. Uno se miente porque la realidad se burla de uno. Se aleja, se vuelve distante, aunque es su realidad. Se ve lejos el poder sostenerse solo y se ve muy de cerca la posibilidad de caerse.
Aunque, la verdad es que, uno sabe, muy adentro de sí mismo, que se va a caer. Pero todo es necesario para salir adelante. Esa frase tan cliché de sangre, sudor y lágrimas resume la rehabilitación. Y no es exagerada.
De hecho, antes de comenzar fisioterapia, mi neurólogo nos advirtió que el camino iba a estar lleno de dolor, mientras los nervios cicatrizaban. Desde antes de comenzar, sabía que iba hacia la oscuridad. Todo iba a doler, y yo lo que más quería era sanar. Ya. De inmediato. Uno quiere que todo vuelva a ser como era antes.
Cuando tuve alucinaciones fue por los tranquilizantes que me inyectaban todos los días. Lo supe hasta meses después, pero en ese momento, me daba mucho miedo. Entonces, necesitaba distraerme. De escapar de este mundo y de las voces. Es más, lo que uno quiere es escapar a otros mundos.
Entonces recurrí a mi celular.
La ansiedad de esos otros mundos
Mucho del contacto, la mayoría, que tuve con el mundo exterior fue a través del celular. No podía escuchar entonces la conversación era a través de textos y muchos me escribían por las redes sociales. Entonces era inevitable consumirme en ese contenido. Ese mundo tan perfecto.
Lo único que veía era sonrisas, felicidad y viajes. Tal vez las personas que compartían eso también estaban pasando por algo doloroso, pero yo no lo veía. Yo veía una perfección.
Y quería ser parte. Pero ¿qué iba a compartir? ¿Vendas y quemaduras?
Pues sí, porque era lo único que yo tenía. Era la única manera de recordarle al mundo que uno estaba ahí, porque parecía en ciertos momentos que le mundo se le había olvidado que uno existía.
Mientras la piel toma tiempo en sanar y los pies apenas comienzan a moverse, el mundo sigue girando. No se detiene, aunque uno quiera. Aunque uno grite y reclame que se detenga.
Hay que dejar claro que el apoyo está ahí. Sí, a uno le dicen: sí, se va a salir. Y uno sabe que va a salir. Aunque duela. Pero es tan largo que a veces se siente que el tiempo tiene otro significado. Es más, a veces, se siente que el tiempo desaparece y a mientras tanto, para distraerse, para escapar, uno está ahí pegado a una pantalla. La única distracción que, a la vez, te genera ansiedad. Te asusta. Mucho.
Y fue ahí que me puse a pensar en la gravedad. Porque en realidad, aunque así se sienta, el mundo en realidad nunca se olvidó de uno.
Siempre que pienso en esa frustración, ese miedo y la ansiedad que sentía sobre sentirme excluido, pienso en la fuerza de la gravedad. Espérense un toque y les explico.
La Ley de la Gravedad.
Nadie se enoja con la fuerza de gravedad. Es más, muy poca gente, en este momento, piensa en los 9.81 m/s2 que nos mantienen pegados a la tierra. Nos olvidamos de que existe, hasta que caemos.
En cualquier otro momento, uno más bien agradece estar pegado a la tierra, pero no cuando uno va directo al suelo. Es ahí, cuando uno cae, que uno le tiene miedo a la gravedad.
Y eso que, a veces, voluntariamente nos recordamos de que existe esa fuerza. Nos ponemos al borde de un avión para saltar en paracaídas. O, nos subimos a un escenario para hablar enfrente de cientos de personas. Seguimos en la tierra, pero sentimos que estamos altísimo. O, algo tan básico como ponerse de pie, sin que nadie te sostenga, sabiendo que caerse es una posibilidad.
Nos recordamos sólo cuando nos coloca en situaciones difíciles. Pero siempre ha estado ahí. Lo mismo pasa con el ritmo del mundo. Sí, a veces se siente que el mundo de uno está inmóvil pero el resto gira y gira.
Así es. El mundo va a seguir. Siempre.
Así como el primer paso de la rehabilitación es aceptar, aunque asuste, que uno la necesita, hay que hacer lo mismo con el ritmo del mundo. Hay que aceptarlo.
Pero hay que verlo con claridad. Yo cometí el error de pensar que esos mundos que veía iban a mi ritmo. O al revés, que mi mundo tenía que ir al ritmo de ellos, cuando no es así. Para cada uno, el mundo va a un ritmo específico y, para que el mundo de uno comience a girar, se tiene que dar un paso.
Dos pasos.
Tres pasos.
Y nunca detenerse.