Reflexiones sobre la ansiedad
Estoy en un vaso de agua, en donde hay un velero pequeño, que tiene la vela rota. Me monto sin salvavidas. No me amarro. Mi remo está roto, pero igual comienzo a remar, sin destino porque no lo tengo. Así es la ansiedad.
El vaso es tan pequeño que el agua se agita por la fuerza de mi remo. Poco a poco, se hacen olas. Se espuman. El barco se hace para arriba y para abajo. Pierdo toda noción de los límites, de cuál es mi destino. Me olvido de que estoy en un pequeño vaso de agua.
Yo sé que estoy en un vaso y que es poco profundo, y que puedo dejar de remar. Puedo dejar de remar, dejar de agitar el agua, y así se calmará sola y no lo hago. Mi mente no quiere detenerse y sé que es mi mente la que puede ahogarme.
No dejo de remar hasta que me canso. Mis brazos duelen, mis piernas están tensas, y el pecho lucha por succionar aire. Al final, es la misma fatiga de mi cuerpo que hace que yo deje de remar. El agua, poco a poco, deja de abofetear el vidrio. El barco se comienza a estabilizar y llega una paz. Paz que no disfruto porque estoy molido, no tengo nada de energía.
Veo el borde del vaso, ahí estaba todo este tiempo, cerca, puedo llegar al fondo también. Aunque, probablemente, si lo hubiera intentado en media tormenta, me hubiera ahogado con las olas que yo mismo hice.
Pero ahora, el agua parece una mesa.
Todavía hay peligro. Puedo resbalarme si me bajo muy rápido, me puedo golpear. Pero todo está estable. Y así termina mi ataque de ansiedad.
Aceptar la ansiedad
Algo tenía que cambiar.
Pero, primero tenía que aceptar que algo pasaba. Mi cuerpo me hablaba. Las señales estaban ahí y sabía que este tema no podía tratarse con sólo consejos de mis amigos. Si quería resolver esto, tenía que recurrir a un profesional.
En las sesiones, me di cuenta de que, aunque toda la vida he sido ansioso, consideraba que mi relación con la ansiedad era estable. Yo sentía que todos los días tenía microdosis de ansiedad, en vez de ataques.
Siempre pensé que no sufría de los famosos ataques de ansiedad. Luego me di cuenta que eran más comunes de lo que yo creía.
En mi caso, todo comienza igual: un pico inicial de angustia, un latido acelerado, la sensación de calor en todo el cuerpo y sudor. Luego, viene una serie de pensamientos fatalistas—improbables en su mayoría—y mi pecho comienza a apretarse.
A su vez, respirar ya no es la prioridad. La prioridad de mi mente es alimentar todos los miedos que siento y tiene mucho combustible de dónde escoger. Frases como “no sabemos qué va a pasar”, o “no sabemos por qué pasó” son trozos de leña perfectos.
De ahí en adelante, cada ataque dura lo que quiera. Algunos han durado minutos y otros días. En algunos, dejo de comer, o fuerzo alimentarme porque, de lo contrario, le hago más daño a mi cuerpo. En otros, al cabo de minutos, ya me río.
Aceptar los ataques se sintió no fue fácil. Al principio, más bien, como un arma de doble filo.
Por un lado, podría convertirse en una obsesión: ¿Esto es ansiedad? Y, ¿esto? Y, ¿esto?
Pero, por otro, aprendí a detectar los momentos en los cuales se disparaba, y más importante, podía hacer algo.
Detectar y actuar sobre la ansiedad
Aprendí que los detonantes eran tan variados, que estaban en todo lado. Uno fue el tiempo de espera, cinco días en total, entre recibir mi resonancia magnética y el diagnóstico del dr. Roberto Rey para ver si mi médula espinal estaba quemada o no.
Suena lógico que una situación así me causara ansiedad. Pero también he tenido situaciones “pequeñas” que han gatillado la ansiedad, como recibir un mensaje de texto que diga “hablemos ahora” y no tenga más información.
Otro detonante se presenta cuando me enfrento a una situación adversa ante la cual tengo poco, o nulo, control, pero sé que podría afectarme directamente. En mi caso, son, en su mayoría, situaciones a una escala macro, que nos impactan a todos.
Dentro de esa gama está la famosa economía. El haber vivido en un país como Argentina en plena crisis, y el ser una de las tantas personas que tiene una deuda con un futuro económico incierto, no es una buena combinación para alguien con ansiedad.
Pero aquí surgen dos aspectos claves, en las palabras de mi psicólogo. Primero, no puedo tapar el sol con un dedo. Es más, tengo que hacer totalmente lo contrario. El detectar y aceptar la situación me permite tomar acciones.
Actuar, y actuar
La primera acción que tomé fue decirlo: vivo con ansiedad.
La segunda acción que puedo tomar cae en una bifurcación: puedo tomar la salida de no hacer nada ante la ansiedad y que mi cuerpo y mi sistema inmune se deteriore, o puedo tomar acciones sobre la misma.
Tengo una nueva relación con la respiración. Respirar conecta la energía externa, con nuestro cuerpo. A su vez, es la conexión entre el cuerpo y la mente. Entonces, si siento que me va a dar ansiedad, me concentro en respirar. Cuento cada respiración. Diez respiraciones. Cuantas respiraciones sean necesarias.
Mi respiración le dice a mi mente: alguna de las dos tiene que frenarse.
También, recurro a procesos creativos, como este texto. Cuando he tenido luchas con depresión o con ansiedad, he recurrido a escribir, pintar, dibujar, etc. Plasmar lo que siento le quita lo abstracto. Le puedo dar la forma o el propósito que yo quiero.
Si mi cuerpo ya está agitado, ya palpita. El ejercicio es una excelente válvula de escape para mí. Esa energía me sirve para retar a mi cuerpo a niveles más altos de disciplina física: yoga, natación, calistenia, etc. El cuerpo quiere moverse, entonces que se mueva.
Finalmente, me enfrenté a una de mis adicciones: las redes sociales. Vivimos en una época de velocidad, información y caos. Hay miedos que están latentes—colapso económico, cambio climático, conflictos sociales e ideológicos—y la información se encarga de ser la chispa que detona bombas de miedo y, a veces, pánico.
Son momentos de pandemias, y de infodemias. Entonces, suspendí mi cuenta de Twitter, desinstalé las aplicaciones de mi celular, me salí de grupos de Whatsapp y me impuse horarios de noticias.
No temo perderme alguna noticia. Aún así, me llegará.
Conciencia y consistencia
Dentro de todo lo malo, hay algo bueno. Eso lo aprendí a duras penas, y de una manera un poco inaudita. Este punto lo puse por separado de las acciones porque merece atención específica.
Si existe algo clave en ayudarme con la ansiedad, es la conciencia de que, en realidad, estoy bien. Tengo lo que necesito. Puedo respirar y pensar. Sí, puede ser que haya situaciones externas que son angustiantes, pero tengo salud, compañía y refugio; no todos pueden decir eso.
Además, he superado situaciones adversas que han requerido mucho de mi parte y de la gente que me rodea. Cuando me enfrento a una nueva situación adversa, siempre busco hacer una revisión de las cosas por las que he pasado, y superado.
Nosotros hemos superado muchísimas cosas y, con frecuencia, nos olvidamos de eso.
¿Esto es para siempre?
La única respuesta que tengo es: no se sabe.
Ahorita, en este momento, lo es. Y no sólo en mi vida, sino en la vida de muchos. Vivimos acelerados, conectados y con escenarios catastróficos latentes. Una receta perfecta para la ansiedad.
Y en eso es lo que tengo que concentrarme. En el ahora. No sé si siempre tendré ansiedad. Puede que sí, y puede que no. Adelantarme a los hechos, irónicamente, me genera más ansiedad.
Si combino todo lo que he aprendido hasta hoy, sé que puedo enfrentarme cada vez mejor a los ataques de ansiedad que sufro, y a la ansiedad en general. Poco a poco, dejo hacer de tormentas en vasos de agua.