Agua que fluye y recuerda de la vida
No ficción

Abrazo, Bernardo querido.

Me encontré estas palabras mientras buscaba un contacto en WhatsApp. Son parte de la última conversación que tuve con un amigo que falleció al poco tiempo. Las había olvidado, pero conforme deslizo mi dedo sobre la pantalla, revivo los otros diálogos, que ahí siguen, invencibles al tiempo. Todo tan ingenuo, tan confiado de que estaría esa cerveza, o ese bife.

Cómo planificar las despedidas es un misterio. Uno nunca sabe cuándo vendrán. Me tiene en paz que esas hayan sido las palabras para sellar una amistad. Hay finales mucho peores. También, los hay mejores.

Desde niño me ha obsesionado la muerte. La mía y de los otros. La rodea un enigma, un montón de preguntas. Los que tienen las respuestas ya no están. Cuando, en películas o libros, un personaje moría, me preguntaba dónde iba a terminar. Si estaba bien. Les hablaba cuando iba camino a la escuela, o cuando no podía dormir. Inclusive a los villanos no les deseaba el mal.

En la adolescencia, la muerte tomó otro significado. Se tornó real y cercana. Nos recordó que ahí estaba, a nuestro lado. Nos sentíamos invencibles y no lo éramos. Esa fue su única labor. Ir a un funeral, a los quince, qué bizarro todo. Todavía no teníamos el manual.

A esa edad, la muerte o nos prepara, o nos aleja de sí misma. O aceptamos que es una realidad o la mandamos a comer mierda: nunca nos sucederá. En mi caso, creo que fue la segunda, aunque todavía no sé.

Los veintes fueron como lo han sido en la historia. Estériles en ese tema. Nos alejamos, nos dopamos, para ignorarla aunque estuviera cerca. Tal vez, en ese insomnio, hacía eco. De vez en cuando. Entonces me apuraba a escribir. A sacar la novela. Para que quedara algo de mi rastro, para la eternidad.

La muerte dejó de ser el miedo a ese evento binario. Se convirtió en una carrera para estar siempre delante, y que nunca llegara ese momento. Esa maratón estuvo más llena de frustración por no crear algo que por otra cosa.

Pero a los 30, la muerte se convirtió casi en rutina. Cercana y lejana. Esa sensación que tuve durante los veinte desapareció. Llegó un punto en donde, inclusive, no sé si pasé por mi propia muerte. Pero es un tema para otro día.

Al mundo lo consumió un recordatorio diario y es extraño pensar en la muerte en estos momentos. Oímos tanto que nos inmuniza. Hasta que, ese momento, una cachetada que nos sacude la estructura. Nos recuerda que todo es finito.

No sabemos cuándo será la última vez que veremos a alguien. Las despedidas son un encuentro en sí mismas y son tan delicadas. Podemos decir, o callar, algo que cambié todo. Podemos darnos las espaldas por última vez y que ese evento reconfigure todo lo que se había construido antes. Qué error más grande.

Las despedidas tienen su arte, su coreografía. Hay pasos. No sabemos si es la última vez que veremos a alguien, pero sabemos cuándo la despedida en sí comienza. A veces están llenas de silencios. A veces lágrimas. Cambia el ánimo, cambia la postura. Se sonríe o se frunce. Hasta que llega el momento de decir adiós.

Cuando releo este mensaje, y todos los anteriores, me lleno de pesar. De alegría. Qué tiempos: ahí queda grabada nuestra última conversación hasta que yo le dé borrar. A pesar de la toda muerte, de todo este dolor tan extraño que hay, ahí perdura la última despedida.

Odio que haya sido esa, que así haya terminado todo. Mucho que quedó por hacer. Pero así fue como nos dijimos adiós y no puedo evitar sonreír cuando veo esta conversación. Nos dimos un abrazo virtual, nos reímos, celebramos. Esa pizca quita un poco de lo amargo.

Menú