La imagen muestra luces distorsionadas por un vehículo en movimiento
Ficción
La imagen muestra luces distorsionadas por un vehículo en movimiento

Movimiento 

Durante un tiempo, muy breve, fui Uber. No sé, en realidad, cómo se dice: ¿fui Uber, hice Uber? Ni idea, no importa. Fue una época de transición; sin idea de qué quería, o necesitaba, hacer de mi vida. Recién llegado de otro país, sin un trabajo fijo, y con tantas ambiciones en la cabeza, que no supe decidirme. Necesitaba dinero, ya que la hipoteca tocaba la puerta todos los meses, y fue así como comencé a manejar.

El proceso de entrevista fue, en retrospección, preocupantemente corto, y fácil. Al cabo de poco, ya hice mis primeros viajes y vi que el negocio es, en realidad, muy sencillo. Hay que aceptar viajes, aceptar viajes, y aceptar más viajes. En aquel entonces la comisión estaba por el 25%, no sé a cuánto estará ahorita. Uno de cada cuatro era de Uber. Uno de cada cuatro, de lo que fuera: cada kilómetro, cada litro, cada pasajero. Un cuarto de todo eso le pertenecía a la compañía y no podía hacer nada para cambiarlo. Eso sí, me hubiera gustado que también se llevaran parte del drama.

Durante un tiempo breve, todo tuvo sentido. El dinero me engañó y me hizo aguantar las trasnochadas, los borrachos, y la ocasional pelea. En las mañanas, los pasajeros eran una combinación de uniformes, gafetes, lanyards. Estudiantes y empleados, empleados y estudiantes. Ninguno tranquilo. Todos estresados por llegar a algún lado, excepto mi última pasajera.

En aquel 2019, diciembre vistió a julio y era un domingo soleado, con un viento frío, cuando mis viajes me fueron tirando progresivamente más hacia Coronado. Mi esperanza era que, en uno de esos, yo cayera cerca de San Pedro, para apagar la app y descansar. Sí, yo trabajaba los domingos porque me gustaba el dinero, me sigue gustando, pero ya no tanto, creo.

La casa era esquinera, vieja, de esas de familias grandes, y ahí estaba “Ileana”, una señora ya mayor, que vestía de manera formal, casi muy ejecutiva, para ser un domingo. Era alta y en algún momento ese vestido le quedó mejor, aunque todavía calzaba. Usaba maquillaje ligero, muy ligero, lo suficiente para mostrar su interés, pero nada más. Cuando se montó, me saludó con un buenas, directo, y al punto, y no dijo más. Cuando arranqué, me pidió que pusiera el aire acondicionado y que no pusiera música. El adhesivo social, la música. Cuando pedían música, era para no hablar. Cuando hablaban, no había música, pero con ella supe, de inmediato, que no habría ambas. Luego de que se sentó, y saludó, vio al frente. No vio ni su celular, ni habló. Su mirada iba fija al horizonte. Determinada.

La ruta me indicó que el destino final era Tibás, en unas torres de apartamentos viejas, de color pastel, y deterioradas. De Coronado a Tibás, tomó poco tiempo, y cuando la voz robótica avisó que mi destino se encontraba a la izquierda, ella habló. Dijo algo, que cortó de inmediato. Levantó la mano y se detuvo. La bajó y exhaló.

­ — Perdón, ¿dijo algo?

— No, no–dudó–. No termine el viaje, por favor.

— De acuerdo. Pero ¿este no es el destino final?

— No sé.

No le respondí. Se quedó viendo las torres, y yo hice lo mismo. Gira en u, tu destino estará a la derecha. Mientras tanto, los automóviles pasaban y pitaban. Me orillé un poco más. Apenas avancé, quiso decir algo. A pesar de su estado de alerta, apenas avancé un par de metros.

— ¿Necesita algo? — Me ignoró. Seguía viendo a las torres, todavía con las manos encima de las piernas, pero ahora con los dedos ligeramente entrelazados con la correa de su cartera. Mientras ella veía por la ventana, le analicé el cuello, el pelo, las canas. Hace tiempo, las trató de esconder con un tinte, pero parecía que se rindió. Ella sacudió la cabeza y me asusté. De haberse dado vuelta, en ese momento, me hubiera atrapado. Pero no se movió.

— ¿Ve esa torre, la primera?-señaló.

— Sí.

— En el cuarto piso, en el apartamento de la esquina, está mi esposo.

— De acuerdo — Poco me importó, pero tenía que darle cuerda, para ver si terminaba el viaje.

— Y ahí está mi amiga de toda la vida, también.

— Ahí, ¿con él? — estos eran los viajes que no quise tener, nunca. La aplicación me recordó que el viaje estaba por terminar. Un cuarto de todo esto le pertenecía a la empresa, excepto este momento. Mi vehículo siguió quemando gasolina.

— Sí, ahí vive ella — contestó.

— Y, ¿cómo lo sabe? — sacudió la cabeza con decepción.

— Porque sé que vive ahí.

— No, señora. No. Que, ¿cómo sabe que él está ahí?

— Ah, eso. Porque una sabe. Una sabe de estas cosas — miró al frente y bajó el espejo del parasol con mucha confianza. Se revisó. Quise decirle que todo estaba en orden — . Son años. Usted, ¿cuántos años tiene? No, ni me diga. Qué confianza la mía. Pero, una sabe.

— Y, sin ánimos a presionar, pero sí necesito saber qué hacer con el viaje, ¿en qué le puedo ayudar?

— ¿Hay manera de esperarse? Bueno, no. No. Hagamos esto, termine el viaje. Pero no se vaya. Necesito que se quede.

— ¿Qué me quede? ¿Para qué?

— Porque no sé si quiero entrar o no. Y necesito que usted me ayude.

— Señora, pero, no tengo idea de qué está diciendo. ¿Cómo le voy a ayudar a usted?

Exhaló. Hubo frustración en su gesto. Pero, insistí. Yo no tenía manera de ayudarle, y no quería. Todos los viajes que tuvieron problemas de pareja terminaron mal, y cada reembolso de la empresa me aseguraba que no valía la pena. Desde llamar a la policía hasta tener que interceder y decir “no fue culpa de ella o de él”, nunca terminaron bien. Le insistí que no me podía quedar, pero levantó las manos para silenciarme.

— Sólo quédese. Por favor.

Fui yo quien exhaló. Accedí, pero le impuse la condición de que sólo diez minutos. Me ignoró y habló.

— ¿Usted que cree que yo debería ir ahí?

— Usted puede hacer lo que quiera, pero yo no voy a ir.

— ¿Me dejaría sola? ¿Ahí?

— Usted fue la que vino, ¿no?

Levantó el parasol y vio hacia la acera, pequeña, a su costado. Pensé que iba a abrir la puerta y caminar hasta el apartamento. El sonar de sus tacones despidiéndose de mí. Pero, no hizo nada. Miró a la calle y lentamente, levantó la mirada más adelante, y trazó el camino que tendría que recorrer hasta llegar a la entrada. Ahí, el guarda de seguridad le pediría el nombre y llamaría. Y ahí, yo tendría que bajarme a interceder. O, tal vez, andaba la llave consigo misma y, en ese caso, no estaba seguro de si yo haría, algo para detenerla.

No me importaba qué fuera lo que le fuera a pasar a ella. En serio, no me importaba. Mi cerebro réptil quería irse, dejarla sola, y olvidarme de todo esto. Mi otro lado se concentró únicamente en las cinco estrellas. El viaje, ya el sistema se lo cobraría, de eso no me preocupaba. Pero, interceder en una pelea, una en la cual ella no tenía oportunidad, estaba fuera de la cuestión.

— Sí, buen punto. Pero, no sé. Quiero saber si estoy haciendo bien al venir aquí.

— ¿Hacer bien?

— Sí, si tengo razón en venir a reclamar.

— ¿Eso es todo lo que busca? ¿Qué alguien le diga que está en lo correcto? ¿Por qué le importa tanto eso?

Encogió los hombros y sacudió la cabeza. Me volvió a ver. El maquillaje ligero ayudó a mostrar su vergüenza. Forzó una sonrisa.

— Sí. Es lo que me importa. Que alguien me diga que yo era suficientemente valiente para venir acá a reclamar. Bueno, no sé si valiente es el término. A veces, me cuesta encontrar la palabra. Qué descarada yo, concentrándome en la palabra correcta.

— ¿Desde hace cuánto sabe?

— Ah, creo que ya voy para el año, de saber.

— Un año. Es mucho tiempo.

— Sí, es mucho tiempo.

Sonó la alarma para un próximo viaje, estaba cerca, y los dos volvimos a ver la pantalla, sin decir nada, mientras la alarma, rítmica, sonaba y sonaba. Me vio. La vi. Cancelé el viaje luego terminé el viaje de ella y, casi de inmediato, tomó su celular y dejó una propina. No quise ver cuánto. Los dos vimos hacia el frente y me alisté para bajar con ella, como si fuera un acompañante, o no sé, tal vez su versión del contrapeso que ella quería tener. No sería lo mismo, ni cerca, de lo que ella había pasado, con todo esto de la mejor amiga y el esposo, pero algo sería, apareciéndome ahí, a su lado, cuando ella tocaba la puerta.

— Sí, es mucho, pero eso no es lo que más molesta. Por eso es que quiero que me digan que sí, que esto es lo correcto. Venir, reclamar, estar aquí.

— Entonces, ¿qué es lo que más le molesta? ¿Qué es el asunto?

— Que duele que me lo hagan y no debería.

— ¿Cómo? — me volví hacia ella — . ¿Cómo que no debería? Por supuesto que duele. ¿A qué se refiere?

Sonrió.

— En efecto, no debería. Es que, cuando yo lo hago no me duele. Se rio. Esta vez la sonrisa, el gesto, esa exhalación de humor, no fue forzada, ni cerca de serlo. Se quedó viendo al apartamento una vez.

— ¡Ah, bueno! ¡Qué bien! Entonces, ¿qué estamos haciendo aquí? Señora, ¿qué está pasando? — ella miró al vacío y asintió. Yo seguía confundido y sin ganas de estar ahí pero no me dio el coraje, ni el deseo, de pedirle que se bajara de mi automóvil — . Esta no es la primera vez que hace esto, ¿cierto?

— No, no. No se sienta especial, pero al menos, usted es el único que ha cancelado un viaje por esperarme. Vamos, yo le digo dónde me tiene que dejar.

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