El interior de la Mezquita de Solimán, iluminado para los turistas, con bombillos a media altura, encima de varios turistas tomando fotos
No ficción

Cuando entré a la Mezquita de Solimán, no pude evitarlo, sentir lo abrumador del tamaño del ego del ser humano. Llegar a esos niveles en los cuales deformamos la tierra que nos rodea, moldeamos el planeta que tenemos, todo para tener un chance de perdurar en la memoria de otros. No era la primera vez, ni la última, que la búsqueda humana por la inmortalidad me cautivó. 

La idea de la inmortalidad y aquellos que la buscan me ha fascinado desde niño. Existe la noción de que vivimos es un ciclo que tiene un inicio y un fin. Es una idea que siempre hace un eco más fuerte en los cierres de año. Esa idea de que cada segundo que pasa, es un segundo más cercano a la muerte. A su lado, está la inmortalidad, un deseo innato de los humanos y de ninguna otra especie: existir por más tiempo del que uno está, o estuvo, en este ciclo definido que se llama vida. 

No es una discusión que llega a planos religiosos o espirituales. Es más, me atrevo a decir que sería todo más fácil. El dejar de buscar algo y adjudicarlo a un poder que es superior a todos nosotros. Algo que “no podemos controlar” cuando, en realidad, no podemos controlar nada. Tener el control es una falacia que nos decimos; después de todo, el control total sería, en sí, la inmortalidad. Así es como se vuelve a ese plano religioso. Una idea tan castigante y atractiva, a la vez, que, como sociedad, nos ha obsesionado por años.   

Solimán el Magnifico fue, además de un excelente estratega militar y el emperador más longevo del Imperio Otomano, un vanidoso por su imagen. Quiso que se hablara de él por años, décadas, siglos, y lo logró. Shakespeare lo refirió en un texto treinta años después de su muerte. Impresiona más este dato cuando uno se da cuenta que William Shakespeare tenía tan solo dos años cuando Solimán murió. 

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El emperador entró en la cabeza de grandes mentes como Shakespeare a través de dejar una marca en la historia. No sólo fue su reputación, sino su obra, aquella que salió de su mente como solo un comando, y el mundo alrededor la construyó. El pináculo de tal deseo de inmortalidad fue la Mezquita de Solimán, que todavía existe hoy. Al entrar, cuesta creer que la mezquita nació del deseo de la eternidad y también es difícil entender que era imposible que el emperador pudiera predecir todo lo que ocurrió. 

Guerras, pandemias, terremotos, política e incendios. La mezquita lo ha sobrevivido todo, claro está con la ayuda de varios. Es absurdo al grado al que podemos llegar por esa eternidad y, a la vez, es certero que Solimán lo sintió, lo supo, al caminar por la mezquita. 

A la misma vez, lo entiendo. El ser una cifra, un número más, en el mar de gente que nace y muere en este mundo, es un pensamiento aterrador para muchos. Más aún cuando el mundo nos puso a prueba. La pandemia nos reprogramó lo que creíamos sobre la mortalidad, sobre vivir y no vivir del todo, sólo existir. Rosa Montero lo resumió genialmente cuando unió a la pandemia con Snoopy

Derrida decía que morir era el único acto que nadie podía hacer por nosotros. A su vez, como todas las moralejas que nos han enseñado, Derrida también dice que nadie puede vivir por nosotros. He ahí la belleza de este ciclo, de nacer y morir, y todo lo que está en el medio. Son espacios que se pueden aprovechar al máximo. 

La adolescencia no fue para mí, y para muchos, fácil. Fue una etapa incomprendida en la cual nos enfrentamos a la muerte de otros. A las decisiones que se toman y que uno quisiera, por tanto, devolver el tiempo y cambiarlas. Perduran, también, los momentos en los cuales aprendimos a hacer muchas cosas que nadie pudo hacer por nosotros. Amamos, odiamos, aprendimos que los dos son relativos. Decidimos, y vivimos con esas decisiones. 

Fueron momentos únicos que no vamos a tener de nuevo. A la vez, se podría aplicar esa línea cursi para cada día que vivimos. De esa época, y de todas, persisten en mi memoria varias personas y he ahí la magia. Siguen vivos. Inclusive, con su inflado ego y vanidad, Solimán sigue ahí, en el momento que veo las fotos, o cuando vuelva a la mezquita.  

No podemos negarlo. Ahí está, rondando en nuestra mente, la necesidad de sobrevivir a la muerte. De seguir viviendo, cuando se cierre este ciclo. Es complejo encontrar una respuesta, pero a la vez, es fácil encaminarse a la misma. Henry James dijo que para que algo existiera, debía ocupar espacio. No necesariamente un espacio físico, pero ocupar espacio, en nuestras mentes, en lo que hemos amado, y hemos aprendido. Sí, podemos moldear la tierra, cambiarla, para que quede ahí la memoria. Esa es una manera, imposible para muchos pero también, lograr esa inmortalidad es conectar con otras personas de una manera tan auténtica que sea inolvidable

 

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